La granada es intrigante en el mundo de la botánica y la nutrición. Si bien es comúnmente considerada una fruta desde una perspectiva nutricional debido a su valor y versatilidad culinaria; su estructura botánica peculiar desafía lo convencional de las frutas.

En términos botánicos, una fruta se caracteriza por tener capas bien definidas que incluyen el epicarpo (la “piel”), el mesocarpo (la “pulpa”) y el endocarpo, que rodea o sostiene las semillas. Contrario a ello, lo verdaderamente jugoso en la granada es la semilla. Sin embargo, en el caso de la granada no respeta esta definición típica de una fruta carnosa y jugosa. Su capa exterior, aunque pigmentada en tonos vibrantes, no es suculenta, y su auténtica fuente de jugosidad se encuentra en las semillas alojadas en su interior.

Desde un punto de vista botánico, la granada se clasifica como un “fruto seco”. Es el único ejemplo comestible de este tipo de fruto, lo que la hace aún más única. Su formación implica un ovario ínfero, que se encuentra debajo de las piezas florales durante la floración, y está compuesta por múltiples carpelos fusionados. Estos carpelos se reflejan como cámaras en la granada madura, pero a diferencia de otros frutos secos, la granada es “indehiscente”, lo que significa que no se abre de forma natural al madurar.

Entonces, aunque nutricionalmente se clasifica como una fruta, la granada desafía las leyes y estatutos botánicos, lo que la convierte en un caso único y fascinante en el mundo de la biología de las plantas y la nutrición.